Yendo al médico

Consulta concertada por teléfono la semana pasada para este martes, primer día que había libre. Según la persona al otro lado del teléfono, las consultas empiezan a las 11:30 y yo tengo hora para las 11:50. Yo llegué al centro de salud a las 11:20. A dicha hora, con ya seis o siete personas esperando -a veces viene más de una persona para la misma cita-, la consulta seguía cerrada. Viene una doctora, pregunta si estamos esperando para la consulta del doctor X (la 12) y dice que nos atenderá ella, en la consulta 4. Vamos para allá como borregos. Está sustituyendo también a la habitual ocupante de esa consulta, se infiere por ello que primero ha atendido y terminado la lista de su primera sustitución y ahora se hace cargo de la segunda. Cuando ya son las 12:20 entran los pacientes de las 11:30, 11:35, 11:40 y 11:45. En el rato, se ha sumado una pareja con un volante amarillo -no demorables, se atienden al final del turno si no media otra circunstancia -en este centro de salud no hay servicio de urgencias, está derivado al hospital-. Antes de entrar yo, dos de las pacientes anteriores han vuelto con un volante blanco con ribetes azules. En la recepción ha habido suerte y no han tenido cola. Como es lógico, tienen que volver a entrar, me espero. La segunda persona tarda más, me pregunto si no son conscientes de que hay alguien esperando. Pero es tras entrar a la consulta, a las doce y media, cuando concluyo que no era culpa de la paciente.

Iba a cuenta de un puntual dolor en el oído izquierdo, que sobre todo noté como una ligera punzada en ese pequeño bulto que el cráneo forma un poco pasada la oreja. Diagnóstico al margen, la miga reside en el proceso seguido por la doctora sustituta una vez le hube relatado el motivo de mi presencia. Coge un libraco, un tochazo enorme, peor que el Quijote. Es un Vademecum de 2003. Pasa las hojas, se para en una de color rojo y teclea algo en el ordenador. Vuelve a pasar las hojas y repite el proceso dos veces más, deteniéndose en hojas de color blanco y de color verde. Tiempo perdido. Me dice que allí no tiene otoscopio, o sea el aparato con lucecita para mirar dentro del oído. Que tiene que ir a buscarlo a otra consulta. Sale y, aquí sí, desconsideración de otro paciente pues la retiene unos instantes para decirle lo que le pasa. ¡Pero espere su turno, carajo! Más tiempo perdido. Total, que serían cuatro o cinco minutos ahí sentado, que a mí me parecieron horas, esperando a que volviera con el dichoso aparatito. Cuando por fin vuelve, ya a menos cuarto, sí, examina el oído izquierdo. Como del oído derecho no le había dicho nada, ni lo comprueba.

Se sienta y empieza a teclear. Yo escribo fatal a ordenador, apenas uso cuatro o cinco dedos. Pero ella, peor. Yo al menos lo hago más rápido. Tardó otros tres o cuatro minutos en lo que estuviera escribiendo. Un poco más y llamo a Marcel Proust. Vale que son médicos, no oficinistas, pero, antes de darles un ordenador, ¿no les podrían dar unas clases? Por lo menos piensas: “Bueno, les han dado ordenador para que no escriban las recetas a mano y así no haya posibilidad de errores, que los ha habido a veces, y muy gordos, dando unos medicamentos por otros al confundir la letra”. Pues no, resulta que me da dos boletines, uno para cita a enfermería y una receta, ¡las dos escritas a mano y que, como es de suponer, no se entendían lo más mínimo! ¿Entonces para qué tienen el ordenador -y la impresora-?

Más cabreado que una mona, salgo a la una menos diez. Como hace mucho calor y no quiero esperar el autobús, voy a una parada de taxis cercana, enfrente de un hotel. Me voy al primero de la fila y, casualidad de la vida, es una mujer. Le digo la dirección y no sabe dónde es. La tendré que guiar. El primer contratiempo no es culpa suya. Se nos plantan delante dos vehículos a paso de tortuga, uno con matrícula de Jaén que al final aparca a la derecha. El que quedó -con matrícula de las nuevas, que no sabes de dónde es- siguió “pisando huevos” y en verdad pareció que no tenía ni idea de adónde iba. Una vez despojados de esos dos estorbos ya fui guiando a la taxista, calle por calle, curva por curva, hasta mi portal. Y he aquí que a la mujer no le quedaba cambio, que yo tenía un billete de 10 pero no monedas suficientes para el coste de la carrera, que eran 8. Lo tuvo que mirar en el libro. Me quedé con duda, pero en fin, lo habrán subido desde la última vez. Y me dio todo lo que tenía en monedas -dijo que después de mí iría a por cambio- pero el caso es que salí perdiendo porque según dijo le quedaba a deberme dinero.

No tengo nada contra el género femenino, lo achaco a un caso de casualidad + mala suerte. Pero dichosa sea la casualidad que me dan el día dos mujeres. Lo siento chicas, no es nada personal.

El siguiente post volverá a un tema recurrente: los batacazos que se pegan quienes intentan luchar contra la realidad de Internet y el P2P. Hoy tocó desahogo.

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