La estupidez del viajero
Por el interés que ha despertado en mí, hoy reproduzco el artículo La estupidez del viajero, firmado por Rafael Caumel en el número 15 del periódico literario Paréntesis, editado en Málaga por Taller Paréntesis (web). Espero que lo disfruten o al menos les haga pensar un momento:
La estupidez del viajero
En las agencias de viajes saben que los términos “turista”, paquete “turístico” y similares no deben utilizarse más que en comunicaciones internas. Sus clientes rechazamos ser meros turistas desde los 90. Ahora somos viajeros.
Para ilustrar el pavor que sentimos a ser identificados como turistas, o a descubrirnos a nosotros mismos como tales, recojo un par de anécdotas:
1) Kasbah de Tánger, Place du Mechoir. Número del encantador de cobras. Algunos integrantes de un grupo de españoles se muestran curiosos y hablan con los propietarios de la caja que oculta la serpiente. El resto rechaza tener nada que ver con esa idea y se apartan unas decenas de metros; estos últimos, desde las sombras del castillo y con los teleobjetivos montados en sus cámaras réflex, vigilan la evolución de las negociaciones. La parte del grupo que se acercó a curiosear se siente débil y cuestionada. Unos y otros se quedan sin ver la cobra. Poco después, la escena se repite con los guenauas de Bab el-Assa.
2) Un paso de cebra en Roma. Una pareja conversa sobre la necesidad de adaptación del viajero; en este caso, a la forma de conducir local. Una familia converge con ellos en la misma acera. En cuanto detectan que comparten idioma, la pareja se calla. El padre de familia, mapa en ristre, intenta cruzar y, al no conseguir detener a los vehículos, increpa a los conductores. La silenciosa pareja pone cara de asco.
La aversión a compartir espacio con otros turistas puede sufrirse de manera más aguda cuando se trata de compatriotas. Como presuntos viajeros, sentimos el deseo de huir de todo lo que nos recuerde a nuestro entorno habitual. Reproduzco parte de la carta de una buena amiga para ejemplificar esto:
“Esta mañana he llegado a la Capadocia desde Konya. De la búsqueda del equilibrio interior a todos los placeres mundanos, de la paz y el ser casi uno más al engaño y la corrupción turística. Lo que he visto hasta ahora de la Capadocia es muy bello, pero corrompido por el turismo masivo. A pesar de la grandeza de Estambul, el interior de Turquía me está fascinando, y me gustaría repetir viaje a la parte oriental, menos desarrollada y menos occidental.
Besos para todos, con mucho calor, desde la Capadocia, imaginándola como debió de ser antes de que desembarcáramos los turistas.”,
Si podemos reprimir las ganas de salir corriendo a Konya para creernos nómadas por unos días, me gustaría que reparásemos en uno de los detalles de esta carta. Su escritora se sintió una más allí. Casi. Quien quiere ser viajero intenta relacionarse con el lugar que visita como “uno más”, pero eso nunca se consigue plenamente. Es la paradoja (double bind) del turista actual, que se siente arrastrado a la búsqueda frenética de lugares alejados de los itinerarios turísticos. El problema irresoluble surge porque, cuando por fin encuentra uno, su sola presencia lo desvirtúa.
Evitar a los demás lo percibimos como uno de los mayores lujos del mundo moderno; se busque de forma consciente o inconsciente, no tardamos en encontrar que incluso esta opción tiene un precio en el mercado turístico. Estuve donde nadie ha estado, podría ser el lema del catálogo. Hasta viajes espaciales hay a la venta. Como todos los destinos “auténticos”, también Konya tiene los días contados, y es el conocimiento o la intuición de que esto es así lo que acelera el proceso de masificación. Otra paradoja turística. Se busca la exclusividad y se termina implantando la globalización. Como escribe Houellebecq en la novela Plataforma: “Hoy, coger un avión equivale a que a uno lo traten como a una mierda. El problema es que el mundo tiende a parecerse cada vez más a un aeropuerto.”
Las guías de viaje (una de las secciones con más movimiento en las librerías) también contribuyen a esta función uniformadora. Para el turista moderno, que quiere ser viajero y construye su propio viaje, la utilidad de estas publicaciones es incuestionable, pero la velada manera de dirigir recorridos tal vez no nos resulte tan evidente hasta que se van amontonando los encuentros con otros usuarios de la misma guía en cafés ocultos, restaurantes minoritarios o cualquier otro de los exclusivos rincones no turísticos que prometen. En este sentido, es curioso observar cómo las Lonely Planeta (y no hay errata aquí sino alusión), con su esnobismo y promesa de exclusividad, son las más extendidas.
A pesar de todo, el principal peligro de una guía es que el usuario convierta su viaje en una confirmación de lo que leyó en ella. Esto aniquila toda posibilidad de experiencia personal, precisamente aquello que creía estar buscando.
Encontramos así una característica que podemos asignar a la imagen, algo enturbiada por el romanticismo, de viajero: vivir experiencias claves durante el viaje. Ideal éste que también saben utilizar mayoristas y operadores, capaces de ofrecer todo tipo de aventuras de plástico (o de riesgo controlado, como prefieren denominarlas), pero sustraídos a la posibilidad de facilitarnos una sola revelación que nos lleve a cuestionar algo de nuestras vidas. Precisamente eso, cuestionar su mundo, es lo que ningún turista busca y, en caso de encontrárselo, procura evitar.
Los viajes, desde la distancia que interponen y mediante el conflicto con el mundo visitado, invitan a la revisión. Pero toda revisión se enfrenta a la resistencia a aceptar otras formas de entender la vida, a la resistencia a cambiar.
Tal vez no se pueda hablar de viaje sin oposición. En la Galería de Arte Europeo y Americano de los siglos XIX y XX, de Moscú, hay una pequeña escultura de Jean-Louis Ernest Meissonier titulada “El viajero”. Es un jinete con capa que cabalga penosamente. En los gestos de caballero y caballo se percibe la lucha. El espectador imagina inclemencias meteorológicas y resuelve el enigma, con lo que la propuesta de la obra queda rápidamente olvidada. Pero ¿qué ocurre si, en lugar de viento, suponemos otro tipo de fuerza en contra del avance?
En una época en la que son pocos quienes, como Paul Theroux, han decidido dedicar su vida a viajar; en la que no queda un rincón del planeta sin explorar y la apuesta espacial se estancó; en la que todo se comercializa al menor atisbo de interés; y en la que, por motivos económicos y políticos, las palabras se trastocan más que nunca, el concepto de viajero es cada vez más confuso. Aun así, hay momentos singulares en los que uno deja de ser turista y pasa a sentirse viajero. Son aquellos en los que vencimos alguna dificultad y alcanzamos con ello un saber.
Para quien escribe (o piensa), un viaje es una oportunidad única de recoger ideas. Con objeto de organizarlas y poder meditar sobre ellas, es indispensable tener firmeza para no dejarse arrastrar por ninguna pulsión acaparadora, y sentarse en un café o sobre una piedra a anotarlas, dedicándoles todo el tiempo que necesiten.
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